Yo he visto nacer al Nilo. Vi cómo se asomaba al mundo como el brazo de un gigante saliendo del vientre de su madre, saludaba al cielo desde los míticos glaciares de Ruwenzori, y se dejaba caer 4.000 metros por laderas y páramos hasta arrojarse como un loco al lago Victoria.
He visto sus aguas galopantes formar cataratas estruendosas, salpicar de ruido selvas tropicales y bendecir después los campos como si fueran sus hijos.
He observado los pliegues adormecidos de esta tierra, a la que llaman de las mil colinas, curvando la vista y el oído del viajero asombrado.
He visto así dar a la Naturaleza una de sus más espectaculares muestras de poder: la creación continua y perpetua de vida.
Y entonces llegó 1994. Aquel maldito año en que el demonio mismo ascendió por las grietas del suelo y poseyó a los hombres durante cien días.
Yo he visto fabricar el infierno a orillas del río Kagera. He visto abarrotar sus aguas de cuerpos desmembrados, y mezclar la sangre roja con el agua dulce, como en una siniestra pócima.
He visto a madres suplicar que disparasen al corazón de sus hijos para eludir así el tormento del ensañamiento... y no conseguirlo. He oído a las emisoras hablar de la aniquilación total como un proyecto de Dios. El Dios del cristianismo.
He visto a turbas de adolescentes dejar el fusil y elegir el machete, avanzar como la noche sobre los gritos sin distinción de edad, silenciando unos y desgarrando aún más los otros.
En mi identificación ponía “prensa”, pero casi nadie me dio el alto ni me pidió pasaporte alguno al entrar en las ciudades y aldeas. En la solapa de mi libro dice que fui corresponsal de guerra durante el genocidio de Ruanda. Pero yo no fui nada. Porque la información que envié no ayudó a evitar ni una sola muerte.
No volveré a dormir. El agua me sabe a sangre.
He vuelto a África central dieciocho años después porque una vez vi llorar al Nilo, lo vi llorar a su paso por la tierra de las mil colinas. Lo vi llevar, sin él quererlo, cientos de cadáveres al lago Victoria y arrojarlos allí. Quiero verlo nacer otra vez.
En el aeropuerto de Kigali, un policía me preguntó el motivo de mi viaje. Ya no tengo ninguna identificación de prensa. Le dije vengo a asistir a un nacimiento. Acogió la respuesta con indiferencia, me devolvió el pasaporte mirando ya al siguiente de la fila y me dejó pasar.
Ascenderé hasta las cimas de Ruwenzori, en Uganda, saludaré al cielo desde sus glaciares y beberé en las aguas blancas del joven Nilo, que seguirá su curso camino de Jartum, camino luego de El Cairo de los faraones, y camino, por último, del mar que me vio nacer a mí.