miércoles, 16 de abril de 2025

Roturas

 


Si mi madre no me mintió (y no tendría porqué), rompí mi primer plato con cuatro años, cuando quise levantarlo como un trofeo, en medio de la cocina, seducido por el brillo cegador de su color blanco e imparcial.

Rompí mi primer pantalón a los siete, jugando al balón con unos niños entre los cuales había uno que se llamaba Rogelio.

Rompí mi primera promesa a los ocho, como rompí los ruedines de mi bici BH, mi primer cristal y mi primer jersey de lana a los diez, mis primeras zapatillas a los once, y a los doce la niña Adela me rompió el corazón sin ser ella ni siquiera consciente.

Cruzados los trece, rompí con mi infancia siguiendo la senda del humo y de los tacos. Rompí mi “querido diario”, mi baraja de oficios y misioneros, y mis dibujos de planetas y naves espaciales, también rompí a pedradas una tele abandonada en un solar (fue de pura rabia adolescente), y a los catorce me rompieron la cara a mí por pasarme de listo en unos billares a los que nunca debí entrar.

Si mi hermano no me engañó (y no tendría porqué), fue a los dieciséis cuando rompí un faro de su moto, las gafas del primo Blas, y la racha de dos meses sin perder al Ping-Pong del bueno de Toño, un vecino que apenas hablaba con nadie y que hoy es abogado criminalista.  

Con los veinte rompí, sin yo quererlo, un tocadiscos muy bueno en el que descubrí a Stravinsky, a los Rolling y Duke Ellington, rompí unas botas y un cañón haciendo la mili, y rompí también unas cartas sin sello que leí sólo una vez (aunque ahora sé que tal vez hice mal).

          Entre los treinta y los sesenta fui rompiendo con las distancias próximas, como rompí los pomos de las puertas que no terminaba de abrir. Rompí con el partido, rompí con los amigos que me llamaban menos, rompí con las mujeres que rompían conmigo, con las analíticas limpias, con los médicos que me afeaban el día, con las películas que me hablaban del futuro cercano que no conoceré. Rompí con la idea de que mi vida podía ser leída como una sucesión de roturas.

Esta mañana se me ha caído un plato de mis manos temblorosas. Fui a secarlo y resbaló. Así ocurrió. Saltó en mil pedazos, como si sus moléculas hubieran discutido para siempre. Era un plato de color blanco, un blanco cegador e imparcial. Y si la memoria no me falla (y sí tendría porqué), es mi segundo.