Si mi madre no me mintió (y no tendría porqué),
rompí mi primer plato con cuatro años, cuando quise levantarlo como un trofeo,
en medio de la cocina, seducido por el brillo cegador de su color blanco e
imparcial.
Rompí mi primer pantalón a los siete, jugando al
balón con unos niños entre los cuales había uno que se llamaba Rogelio.
Rompí mi primera promesa a los ocho, como rompí los
ruedines de mi bici BH, mi primer cristal y mi primer jersey de lana a los
diez, mis primeras zapatillas a los once, y a los doce la niña Adela me rompió
el corazón sin ser ella ni siquiera consciente.
Cruzados los trece, rompí con mi infancia siguiendo
la senda del humo y de los tacos. Rompí mi “querido diario”, mi baraja de
oficios y misioneros, y mis dibujos de planetas y naves espaciales, también rompí
a pedradas una tele abandonada en un solar (fue de pura rabia adolescente), y a
los catorce me rompieron la cara a mí por pasarme de listo en unos billares a
los que nunca debí entrar.
Si mi hermano no me engañó (y no tendría porqué),
fue a los dieciséis cuando rompí un faro de su moto, las gafas del primo Blas,
y la racha de dos meses sin perder al Ping-Pong del bueno de Toño, un vecino que
apenas hablaba con nadie y que hoy es abogado criminalista.
Con los veinte rompí, sin yo quererlo, un
tocadiscos muy bueno en el que descubrí a Stravinsky, a los Rolling y Duke
Ellington, rompí unas botas y un cañón haciendo la mili, y rompí también unas
cartas sin sello que leí sólo una vez (aunque ahora sé que tal vez hice mal).
Entre
los treinta y los sesenta fui rompiendo con las distancias próximas, como rompí
los pomos de las puertas que no terminaba de abrir. Rompí con el partido, rompí
con los amigos que me llamaban menos, rompí con las mujeres que rompían
conmigo, con las analíticas limpias, con los médicos que me afeaban el día, con
las películas que me hablaban del futuro cercano que no conoceré. Rompí con la
idea de que mi vida podía ser leída como una sucesión de roturas.
Esta mañana se me ha caído un plato de mis manos
temblorosas. Fui a secarlo y resbaló. Así ocurrió. Saltó en mil pedazos, como
si sus moléculas hubieran discutido para siempre. Era un plato de color blanco,
un blanco cegador e imparcial. Y si la memoria no me falla (y sí tendría porqué),
es mi segundo.