Diría,
ante todo, que es singular, excéntrica, apartada.
Cercada,
insólita, un poco invisible.
En
mi zona del mundo llueve sólo los días soleados, anochece minutos antes del
mediodía y el cántaro se rompe la primera vez que va a la fuente.
En
mi zona del mundo los ratones muerden a las víboras, las carretas tiran con
fuerza de los bueyes, y el ruido seco que envuelve el campo camino del bosque,
lo hacen los pájaros disparando a las escopetas.
En
mi zona del mundo tanto tienes, menos vales; las personas con los años se
vuelven más ingenuas; el diablo, lo que tenga que saber, lo sabe por diablo, y
los políticos son –generalmente- seres silenciosos.
En
mi zona del mundo la virtud está un poco más allá del punto medio, si algo
reluce siempre es oro, y un ciego puede ser rey en el país de los tuertos (aunque
habrá de afinar perseverantemente el oído).
En
mi zona del mundo no hay televisión, ni tampoco radio, los periódicos sólo sirven
para envolver regalos improvisados. Las noticias se echan en unos cuencos anchos
y dorados, y se dejan en el centro del paisaje para que el viento las lleve y
las traiga, si así lo estima oportuno.
No
hay turismo, no somos fin de trayecto de ningún raíl, los GPS se confunden al
acercarse al término municipal de mi zona del mundo. Y no salimos en Google
Maps –según ellos mismos me explicaron en un mail muy cordial- por falta de
interés por su parte.
Mi
zona del mundo tiene dos tramos: uno se ve muy poco y el otro apenas existe. Pero
aún así, por razones que ni yo mismo comprendo, conforma un universo completo y
en equilibrio, que contiene a su vez otro universo, que incluye otro y éste
otro, y así… en una suerte seriada de muñecas rusas sin sonrisa, cuyo mundo más
pequeño es siempre más grande que yo. Aunque sea insólito y casi, casi invisible.