sábado, 30 de noviembre de 2024

El violín negro

 

    Si no recuerdo mal, debió ser en abril de 1964 cuando los alacranes comenzaron a colonizar nuestra casa. Al principio, asumiendo su papel de defensor del hogar, mi padre les hizo frente con la mayor determinación, aplastando su cuerpo contra el suelo con la vehemencia de quien se sabe un ser superior. Pero la cantidad y perseverancia de tan terrible plaga pronto le hizo hundirse en el desánimo. Nadie supo nunca de dónde provenían, pues si bien la casa estaba a las afueras del pueblo, algo apartada, con un único y estrecho camino apenas empedrado que la unía a la carretera, resultaba inexplicable que fuera la nuestra la única en llamar la atención de seres tan indómitos. Los ancianos del lugar, que para todo tenían su teoría, no acertaban a dar una explicación. Unos lo achacaban a las contaminadas aguas del río, otros a la falta de lluvias, otros a la forma del valle y la situación de los pozos, mientras que las arpías de la plaza hablaban abiertamente de una maldición y no dudaban en culpar de ella a la infrecuencia de nuestras visitas a la iglesia, vergonzante prolongación del pasado hereje de mi abuelo Tomás, a quien hubieron de fusilar los nacionales en el 37, por haber matado a navajazos al sacristán Cosme y a su hijo Román, de dieciséis años, semanas después del alzamiento. La Rumi, una curandera del pueblo de al lado que llegó para las ferias, relataba cómo su bisabuela le habló una vez de un monasterio al norte de la provincia, que en tiempos de Alfonso XII fue ocupado por un arácnido de dimensiones descomunales, haciendo de las bóvedas y capiteles el armazón de su tela blanca y tupida. Ningún remedio consiguió acabar con la dichosa tarántula, que llegó a tener, en el momento en que los frailes decidieron huir para siempre, el tamaño y la fuerza de un toro.       

Durante meses mi madre tuvo el coraje de combatir a los escorpiones con remedios caseros que rayaban la brujería, preparados infectos y aceites pringosos elaborados con todo tipo de repelentes cuyas recetas le confió la anciana Rumi. Se echaba al suelo y embadurnaba sus lechos, lo que inicialmente parecía asustarlos de algunos rincones, pero ninguna victoria fue duradera. Bajo la alacena, en el interior de los armarios y la despensa, o caminando por las colchas, las sábanas y el mantel, docenas de exoesqueletos arqueados y oscuros como la noche campaban a sus anchas, moviendo sus pinzas con descaro, sin importarles las bajas que pudieran causarles nuestra resistencia hostil. De nada sirvieron las hogueras casi rituales que hicimos en la puerta con cientos de ellos, muertos o vivos, mirando cómo se retorcían y desintegraban, crujiendo y saltando como cáscaras secas. No es difícil entender que la locura que de algún modo sufrió mi padre hasta que murió tuviera su origen en aquellos siniestros días. Varias veces pensó en rociar la casa con gasolina y pegarle fuego: para purificarla, decía. Luego la pintamos y empezamos de cero, gritaba con los ojos arrasados por la impotencia. Pero mi hermana tenía dos años, yo era un niño de ocho y mi hermano mayor de diez, y los aguijonazos cada vez más frecuentes parecían sugerir que ya no nos querían con ellos. La convivencia –aun tan mal llevada- había sido una fase. Abatidos por una guerra de desgaste que el enemigo basaba en la más simple y obstinada presión demográfica, capitulamos, hicimos las maletas y nos vinimos a la ciudad. Fue eso a fines de ese mismo año, poco antes de los turrones. El hogar que fuera levantado por mi bisabuelo Matías y en el que vieron la luz sus cinco hijos, luego mi padre, mis dos tíos y cuatro tías, mis dos hermanos y yo mismo, hubo de ser abandonado a la suerte de sus nuevos y silenciosos inquilinos, sin esperanza alguna –además- de arrendarla ni malvenderla a nadie, dadas las circunstancias. El alcalde ordenó advertir de sus peligros a los viajeros con un cartel a la entrada del camino, abundando en la leyenda en que el suceso no tardó en convertirse, llamada a deformarse de modo más y más terrorífico con cada generación.

Crecimos desde entonces en un piso minúsculo y ruidoso de la periferia urbana, lindando con unas chabolas de gitanos. Vivían de vender chatarra y de soplar la trompeta por las calles, pero el mayor de todos tocaba un violín al que extraía un sonido áspero y extraño. Un violín negro. Solía sentarme a escucharlo como hechizado. Un día me dijo: con este violín se ahuyenta a los demonios. ¿A los alacranes también?, le pregunté. A todos, respondió él. En ese caso, cuando sienta que se va a morir regálemelo, yo lo cuidaré. El viejo debió interpretar aquello como un mal presagio y no volvió salir a la calle. Seguí acercándome a su casa de maderas y chapa para oírle tocar, pero sólo encontré silencio. Un día su sobrina salió a buscarme con el violín en la mano, me lo ofreció y me dijo: “el abuelo m’ha dao esto pa ti, dice que le trae mal fario”. Lo agarré con fuerza y corrí a suplicar a mis padres que me buscasen un profesor. Me apuntaron a una academia donde me enseñaron las primeras lecciones. Yo dedicaba el día a practicar, a buscar el sonido del gitano, a quien no volví a ver nunca más. Al cabo de unos meses el profesor me dijo: prefiero que no vengas más, no sé exactamente qué es lo que tocas con ese violín, pero desde luego música no es. Asumí que había superado una etapa y me centré en la búsqueda y exploración de las notas que parecían reservadas únicamente a aquel instrumento. No tener amigos me dejaba mucho tiempo para ensayar.

Tras unos meses en el que mi aislamiento se hizo más y más patente, siguiendo el consejo del director de mi instituto, mis padres me empezaron a llevar a un psiquiatra. Le conté el episodio de los alacranes, pero, curiosamente, no le concedió demasiada trascendencia. Toda su obsesión era saber si mi padre me pegaba de niño, o me maltrataba sexualmente de alguna forma. Me pareció que el que le dijera que no, que nunca me puso la mano encima, le contrariaba, le decepcionaba y, tal vez por eso, tras unos meses de terapia dio por finalizadas las sesiones. Su hijo está atravesando un proceso incierto y preocupante – les dijo -, tal vez está negando todo o puede que sea un fabulador, es una edad muy difícil; no soy partidario de medicar sin más mientras no existan brotes violentos ni comportamientos antisociales, pero estén atentos a su conducta, y si se volviera más excéntrica deberían pensar en ingresarlo. La verdad es que mis padres por aquel tiempo tenían otras preocupaciones y lo dejaron correr. Mi hermana, recién cumplidos los catorce, se había quedado embarazada de un marroquí de nombre Nabil. Justo cuando estaban pensando si casarla o no, el tal Nabil fue detenido en Algeciras por hacer de mula. Durante el forcejeo con la guardia civil, el moro clavó sus llaves a uno de los guardias en un ojo. Los médicos no consiguieron salvárselo, el juez aplicó la ley de mil amores y le cayeron cinco años en el penal del Puerto de Santa María. Con el tiempo mi hermana consideró aquello como una bendición y se olvidó de él. Empecé a trabajar vigilando obras por las noches, lo que me dejaba el día para descansar un poco y tocar mi violín negro.  Mi padre murió de cirrosis cuando yo tenía ya treinta años y dos más cuando mi madre le siguió a la tumba por culpa de una especie de mancha que, según nos explicaron los médicos, le estaba pudriendo el cerebro. Sin apenas estudios ni referentes respetables de ningún tipo, me senté en la mesa de la cocina para dibujar mi futuro en un papel. Pero sólo me salieron círculos. Consideré que había llegado el momento de enfrentarme a mis demonios. Cogí mi violín negro y regresé al lugar en el que nací.

          Asediada por matojos y malas hierbas, ni los desconchones de la fachada ni el ya oxidado cartel de “Peligro. Zona de escorpiones” habían logrado eliminar de la casa el cálido semblante hogareño con que la recordaba. Con tan intimidatoria advertencia en la entrada, era evidente que ningún ser humano –tal vez algún jabato medio zumbado- había puesto el pie allí desde hacía veinticinco años. Hice girar la llave con temor. La puerta se abrió sin apenas quejarse. El interior estaba tal y como lo recordaba, como si el tiempo hubiera prescindido de perderlo allí dentro. Mucho polvo y olor a humedad, sombras de recuerdos, pero ni rastro de los alacranes. Cogí el taburete de la entrada, en el que me solía subir para saquear la caja de galletas, y lo puse en medio del salón. Apenas entraba la luz por debajo de las puertas. Me senté, saqué mi violín negro de su funda, lo afiné usando una scordatura que leí en un libro del gran maestro Giussepe Tartini, y comencé a tocarlo con los ojos cerrados, como lo había hecho durante años, sin más público que yo mismo. No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando levanté los párpados para dejar al descubierto mis pupilas dilatadas lo vi, allí estaba, justo enfrente de mí, inmóvil como una figura de marfil, convocado sin duda por la música que aprendí del gitano. El escorpión más grande, altivo y brillante que jamás había visto. Diría que hermoso. Semitransparente y metálico. Quién era el anfitrión y quién el invitado, me pregunté. Empezó a moverse despacio mientras yo seguía frotando las cuerdas. Era el ejemplar que la ocasión merecía, por su color rojo negruzco, por sus aterradoras tenazas de langosta, su aguijón afinado y retorcido como una letra gótica, por su tamaño aristocrático, en ningún caso menor de setenta centímetros. Comprendí entonces que la monacal tarántula aquella de la que nos hablaba la Rumi, existió de verdad. Insectos gigantes que, como heraldos tristes nacidos en los estómagos de la tierra, la naturaleza nos envía para atenuar la arrogancia de nuestra especie. El escorpión me fue rodeando con sigilo hasta situarse detrás de mí. Ya no lo veía. Noté entonces cómo ascendía por mi espalda sin conmover el aire hasta quedarse centrado y quieto, como esperando transformarse en una prolongación externa de mi columna vertebral. Estuvimos así varias horas. El escorpión y la música. Agotado, al fin me detuve, bajé la mano derecha lentamente y dejé caer el arco, apoyé el violín en mi rodilla y esperé. Sentí cómo el demonio se estremecía y se arqueaba preparándose para el ataque. Ya no había música. No había nada, sólo la casa, la casa de mi padre, mi casa. Cerré los ojos asintiendo, y tras unos segundos, en la oscuridad silenciosa de mi primer hogar, mi nuca encajó indefensa la punción final.


domingo, 24 de noviembre de 2024

Muñecas Rusas

 


Diría, ante todo, que es singular, excéntrica, apartada.

Cercada, insólita, un poco invisible.

En mi zona del mundo llueve sólo los días soleados, anochece minutos antes del mediodía y el cántaro se rompe la primera vez que va a la fuente.

En mi zona del mundo los ratones muerden a las víboras, las carretas tiran con fuerza de los bueyes, y el ruido seco que envuelve el campo camino del bosque, lo hacen los pájaros disparando a las escopetas.

En mi zona del mundo tanto tienes, menos vales; las personas con los años se vuelven más ingenuas; el diablo, lo que tenga que saber, lo sabe por diablo, y los políticos son –generalmente- seres silenciosos.

En mi zona del mundo la virtud está un poco más allá del punto medio, si algo reluce siempre es oro, y un ciego puede ser rey en el país de los tuertos (aunque habrá de afinar perseverantemente el oído).

En mi zona del mundo no hay televisión, ni tampoco radio, los periódicos sólo sirven para envolver regalos improvisados. Las noticias se echan en unos cuencos anchos y dorados, y se dejan en el centro del paisaje para que el viento las lleve y las traiga, si así lo estima oportuno.

No hay turismo, no somos fin de trayecto de ningún raíl, los GPS se confunden al acercarse al término municipal de mi zona del mundo. Y no salimos en Google Maps –según ellos mismos me explicaron en un mail muy cordial- por falta de interés por su parte.

Mi zona del mundo tiene dos tramos: uno se ve muy poco y el otro apenas existe. Pero aún así, por razones que ni yo mismo comprendo, conforma un universo completo y en equilibrio, que contiene a su vez otro universo, que incluye otro y éste otro, y así… en una suerte seriada de muñecas rusas sin sonrisa, cuyo mundo más pequeño es siempre más grande que yo. Aunque sea insólito y casi, casi invisible.