Entre los ventanales amplios que ofrecía
el destino
elegía aquel colonizado por la luz silenciosa
de las voces.
Entre los trayectos susurrados por los atlas
elegía siempre aquel que dirigiera sus miradas
hacia el norte.
Y una vez ya dentro, sabiéndose en el
tren articulado de los días
buscaba el lado más occidental de los
vagones.
Exploraba la inconmensurable pequeñez de
las vivencias
para trasladarla a un frenesí de relatos
galdosianos,
dramáticos, reales,
un poco incomprensibles.
Para más tarde, despertando de un sueño sosegado,
conmemorar el perfil erosionado de los ciclos.
Se arropaba con las letras de mil textos
sin dejarse arrastrar por los gritos
emanados de los vecinos locos,
pobres alienados,
sabiendo que su espacio cotidiano
provenía
de una civilización anciana
creadora de cerámicas,
dibujos, creencias
y de un vaso arqueológico de forma
acampanada.
Por eso su memoria escribía en los
espejos
retratos de tela
armonías del alma
frenesí de danzas contagiosas
y un mural paternal de selváticos
colores.
Al fin, decidió preguntar a sus complejos
qué camino habrían de tomar sus decisiones.
Propuso un plebiscito
vinculante
que arrojó un resultado sorprendente:
vivir sin miedo alguno
mecido por el canto de los libros,
el eco de los lápices
y el caos evanescente
de los ruidos.