Hasta hoy no os he hablado
del niño Eloy Samper “Barquillito”, uno de esos seres que parecen emanados del
habitáculo más silencioso de la nada. Endeble de huesos, maltratado por el viento
por sus andares frágiles, y con los ojos más pendientes del entorno que del
objeto. Hablaba solo y jugaba también solo, levantando los brazos hacia el
aire, como esos eremitas iluminados que bajan de las cuevas para predicar sus
revelaciones en el desierto. Barquillito decía cosas que nadie comprendía,
incluso para algunas de sus frases usaba vocablos que parecían sacados de otras
lenguas.
Siempre
buscaba el mismo lado del parque, junto al estanque, cerca de Don Romualdo, el
barquillero, quien cada día, cuando ya recogía sus bártulos -no se sabe si por
pena o por piedad- regalaba a Barquillo un tostado y quebradizo último
barquillo del fondo de su ruleta de latón y que el niño de ojos alterados
devoraba con golosa avidez.
Se decía de él que era así de raro porque siendo un bebé tuvo un problema,otros decían que es que había venido de la Luna, otros que era la reencarnación del Niño Jesús, y otros -la mayoría- decían simplemente que estaba loco.
En otro mundo, Barquillito hubiera sido blanco fácil de las chuflas, mofas y bravuconadas de los gwendis, pero no en el nuestro. Gwendolín prohibió desde el principio que nadie se metiera con él. Por alguna razón, lo convirtió en un intocable:
Es buen niño y no daña a
nadie -les decía a sus gwendis-, así que dejadlo en paz, no quiero ni que os
acerquéis a él.
Y así Barquillito bailaba y
trotaba sin miedo alguno, siempre cerca de Don Romualdo.
Barquillito, Barquillto,
cuántas veces me pregunté qué misteriosos laberintos habrían de atravesar las
culebras confundidas de tus sueños.
*De mi
serie “Los mundos de Gwendolín”, publicada en mi Facebook entre junio de 2018 y
junio de 2019