Cuentan que la oportunidad llegó sin
avisos ni prólogos premeditados, precedida tan solo por el relato pragmático y
silencioso de la necesidad. Debió ser en la antesala rara del más raro de los
veranos, el de aquel año en que nada, o casi nada, fue capaz de transcribir sin
errores la palabra normalidad.
Tal vez, fue por eso que la oportunidad
se deslizara entre las mesas de los despachos de la gran pirámide institucional
hasta caer en las manos adecuadas y, empujada por voces apropiadas, se acercara
a la flota de iniciativas e ilusiones guardadas para decirle al oído, como a
Lázaro: “levántate y anda”
Los cronistas contarán entonces que el
hechizo de la responsabilidad obró su magia, y en un abrir y cerrar de ojos,
los recursos elegidos se encontraron desfilando todos en el mismo sentido. Fue
todo lo fácil que las dificultades dejaron.
Tras la batalla con las incertidumbres, de
nuevo el mar ganó su posición en el horizonte de los premios para conceder el
merecido reposo al guerrero. Un reposo relativo pero suficiente, vigilado tan
solo por el poder ambivalente de la posibilidad. Por las dos caras que dejan
ver las aguas inquietas cuando transitan entre la calma y la tormenta. Por ese
dilema latente que, situados ya en la orilla de las cosas, nos anuncia en la
libreta de nuestra propia voz: “va a ocurrir”.