Armado con munición para abatir a un
millón de segundos, el hombre sin significado se adentró en la colmena de los
razonamientos.
La reina dio orden de dejarlo pasar y
fue recibido en el salón del trono, como si de un emisario del porvenir
incierto se tratase.
Ella le preguntó por su actividad
furtiva, por sus idas y venidas por los mapas esféricos de los propósitos, por
su violencia extrema hacia cosas que carecían de importancia, por su
ensañamiento con los espacios vacíos que nadie reivindicaba. Un comportamiento
inusual e incomprensible que solo podía desgastarlo.
El hombre sin significado permaneció
inmóvil, silencioso, como buscando palabras que nunca llegaría a pronunciar.
Por fin, se animó a hablar y explicó acompañándose de todo tipo de gestos, su
aversión hacia los huecos que se abren entre los objetos, entre las ideas y sus
bocetos. Relató cómo desde niño sufrió vértigos al contemplar la discontinuidad
que condena a las cosas a delimitarse.
La reina meditó seriamente sobre la
posibilidad de que aquel hombrecillo sin significado estuviera completamente
loco, pero cada vez que terminaba una frase, la cordura emergía entre las
sílabas como por arte de magia y su discurso recobraba el semblante eminente y sólido
de las catedrales.
Sin más preguntas que hacerle, el invitado
fue liberado y escoltado hasta la cúspide inaccesible de los delirios, un lugar
casi sagrado que -se dice- es la cuna de todos los síntomas.
Desde allí el hombre sin significado
levantó de nuevo su absurda escopeta y prosiguió disparando al sol, como le
gustaba hacer en días nublados. Esos días que, no degenerando en lluvia, sí dejan
escapar el murmullo incandescente de la extravagancia.