Me nombraron juez de paz de una
circunscripción incierta. Horizonte apacible, ríos serpenteantes y una
encrucijada de estruendosos silencios.
No llevaba ni dos días y ya quedé
aturdido por el bullicioso eco del paisaje, por el tenue balanceo de su
nostalgia, por su observancia en adagio, de dentro a fuera, capaz de retratar
en solitario un sugerente secarral sin nombres ni señales, en el que nadie
había nunca reparado.
Viniendo como yo venía, del caos
laberíntico del ciclón urbano, cómo no verse impresionado por la franqueza de
sus luces, nacida en los ojos de sus cuevas, parcialmente atenuados por la sombra
ladeada de la timidez y el ocaso.
Era un entorno sutil pero de
contundencia perceptible, de embrujo desplegado en la distancia corta, difícil
de valorar sin pisar el suelo. Un ecosistema de susurro mágico, de arbustos con
espíritu en su interior. De misterios aun por contar.
Como campo que era, era amplio,
socorrido en superficie por un regimiento de sinónimos de la discreción y la
mesura, pero bajo las piedras, se escondía una caldera en ebullición de proezas
imaginadas, de términos y danzas imprevisibles e inconfesadas. Por eso no era
como otros campos.
Y así es como se reafirmaron mis noches
en claro, algo menos que infinitas, prolongadas en una sucesión de minutos en
hilera, como hacen los caminos sin bosque.
Será que por eso sigo aquí, seducido por
la serena curvatura de las rectas, dialogando con la imaginación de los
proyectos, y escondiéndolos después en el pliegue más anónimo de los secretos.