En un mundo sin Dios, apagaría con luces
quebradizas el hielo indolente de los dilemas, recogería en un ánfora torneada
de una pieza las enfermizas conclusiones de las dudas y me aventuraría a enunciar,
con voz prominente y arrogante, el teorema fundamental de los cometas.
En un mundo sin Dios, reemplazaría mi
miedo a los cementerios por un innegociable deseo de releer los versos
incrustados de los juglares. Financiaría con un surtido de equivalencias los
momentos más adversos de la infancia, para contagiar de melodías a los creyentes
infelices, clavados como estacas en sus altares sembrados de reclinatorios.
Tengo razones para intuir que en ese
mundo sin Dios, trabajaría en el turno de noche de una guardería para perros. Visitando
los silencios que anteceden al estrépito de las jaurías. Y al salir, confirmada
la madrugada en los cristales de los charcos, grabaría mi sombra en las calles
empapadas de nubes, evitando los huecos y soportales que otorgan supervivencia
a los mendigos.
Sería un mundo sin Dios si cualquier
muchacho confundido por el reflejo opaco de su escuela, pudiera componer en
días señalados villancicos negruzcos, como la nieve lenta que se escurre por
las chimeneas de las fábricas. O bien, si el instrumental festivo del alma
adolescente lograra aplastar para siempre la sinfonía monocolor de las cenizas.
En ese mundo, en ese que no hubiera
Dios, el vacío no sería un espacio prohibido para los saltos, el corazón un
lugar vetado para las balas, ni el agua oceánica un reducto clandestino para
los poetas abatidos. Podría escucharse la susurrante ingenuidad de los
demonios, y el infinito cabría por fin en un número concreto, preciso,
calculable, no mucho mayor que el sumatorio global de todos los insectos.