Ni los gritos mudos de la populosa
ausencia, ni las miradas ciegas de los demonios buenos, lograron detener el
inmóvil traqueteo de las hogueras negras. Eran frías ascuas de un rescoldo apagado,
pero repleto aún de vacíos rebosantes, armados de una sencillez inescrutable y
compleja.
Por tal razón, sometieron su estrecha
amplitud a una caótica disciplina de esperanzadoras decepciones, y llamaron a
los calurosos esquimales para aplacar con pacífica violencia esta extraña
normalidad de inmensidades breves.
Felizmente todo salió mal. No
acertaron a venir por las selvas polares, asumiendo con una infinidad visiblemente
acotada que una república de reyes absolutos entregaría su legado a un gemelo
único, ungido de la más humilde de las arrogancias.
Y así es como nos dejaron, en esta episódica
y esporádica continuidad de fragilidad marmórea, oxímoron coherente de una
realidad ilusoria. De certeza dudosa. De prusiano libertinaje. De esquizofrénica
cordura.