Es todo muy raro. Desde hace algunas
semanas mis gustos y aficiones están cambiando de manera precipitada. Mi
interés por el ajedrez ha decaído y no me apetece escuchar a Keith Jarrett, a
quien adoro –o adoraba-. Sin embargo, me sorprendo deteniéndome frente a
tiendas de mascotas, a las que siempre he ignorado, y en las librerías, una
fuerza interior me empuja a ojear libros de viajes por Asia y lugares exóticos,
en vez de las novelas americanas que ahora me seducen con impulso decreciente.
Estoy realmente confuso. En las
últimas semanas me ha dado por vestirme y peinarme de manera distinta, por
cambiar de lugar los objetos de mi casa: el sofá, la mesa y un par de cuadros a
los que cada vez encuentro menos sugerentes. Me apetece comer más vegetariano,
y desayuno té en vez de café. El vino me da ahora dolor de cabeza, y, para mi asombro,
empieza a interesarme la tónica y la fanta de limón. Sufro menos cuando pierde
el Madrid y me está dando por escuchar M80. Es de locos.
Hace unos días, un joven me abordó
por la calle y se me puso a hablar como si me conociera desde la infancia. Nunca
antes lo había visto y no comprendí ni una palabra de lo que me decía, pero él
no dejó de contarme su vida –y un poco la mía- con absoluta complicidad. Hasta
me palmeó el hombro mientras se refería al lugar en que me compré mi abrigo, un
día que –según explicó- íbamos juntos camino de la casa de una tal Guadalupe.
No acertó en nada –creo yo-. Pero me limité a asentir a todo –por educación- y
al poco rato se despidió: “hasta otra, Arturo”, me dijo. Pero yo no me llamo
así.
Mi vida ha pasado a ser una obra
surrealista. Mis ambiciones cambiaron, y no sé cómo ni por qué. Busco otras
cosas. Mi trabajo me aburre y mis proyectos son nuevos. Mis sueños están
viviendo una revolución. Me refiero ya a los sueños de soñar, no a los de
dormir. Estoy viviendo un proceso de transformación hacia otra persona de la
que apenas sé nada. Pero siento que si me opongo, estaría traicionando un plan trazado
que ya es imposible alterar.
Hoy por la mañana me sonó el móvil.
¡Arturo! – me dijo una voz. No sabía quién era pero, por alguna razón, su tono
me resultaba cercano. Me preguntó si se mantenía en pié lo de ir la fiesta de
esta noche. Lo pasaremos bien, ¿quedamos donde siempre?- me preguntó. Bueno... no
sé... donde siempre no me viene bien –improvisé-... mejor quedemos en la Puerta del Reloj, junto al
metro –me lancé a sugerir a riesgo de decir un disparate-. La voz del otro lado
del teléfono estalló en risas: ¡claro! ¡donde siempre entonces!. ¿A las ocho,
ok?. Sí, a las ocho nos vemos.
Estoy preparándome para la fiesta (una
fiesta), pero no sé qué fiesta. Estoy frente al espejo. Me miro atentamente.
Soy yo, creo. Aunque me veo distinto. Tal vez sea el pelo, o la barba
incipiente que no me animo a quitarme desde hace días por sentirla cada vez más
propia. He dicho varias veces mi nombre en alto. Mi nombre. Soy yo. Pero en
realidad el nombre de Arturo no me suena menos familiar. Me pregunto si a estas
alturas seguiré teniendo el mismo apellido.
No me importa empezar una nueva
vida. No tiene porqué ser peor que la actual, la original –de la que cada vez me
siento más lejos-. Probemos. Lo que nunca imaginé es que todo empezaría por los
sueños. Me refiero ahora a los sueños que se tienen cuando se está durmiendo, no
a los sueños que se tienen cuando se está soñando.