domingo, 15 de abril de 2012

Play/Pause

El día que los marines entraron en Líbano mis padres me regalaron un carro de combate. Era de plástico oscuro, pintado con colores de camuflaje, cuatro gruesas ruedas y su ametralladora en lo alto. Ambos hechos no están, naturalmente, relacionados, salvo para mí, ya que aquel día, por la tarde, yo estaba jugando con mi carro y mi geyperman en el salón de casa, frente a la televisión. Una televisión que entonces era en blanco y negro, sin mando a distancia, con sólo dos canales y sin programación matinal. Era también la televisión de los rombos, que advertían del contenido nocivo para los menores. Se asomaban en la esquina de la pantalla al principio de algunas series y películas que hoy reponen con naturalidad en la sobremesa dominical. Alguien en algún lugar decidía lo que los niños podíamos ver o no, pero, por alguna razón, los rombos nunca aparecían en los telediarios.
Por eso aquel día en que los marines entraron en Líbano yo estaba frente al televisor cuando comenzó el telediario de las ocho. Recuerdo la ilusión que me hizo ver en la pantalla un carro de combate igual que el mío, avanzando por las calles de Beirut (yo entonces no sabía lo que era Beirut, ni el Líbano, ni comprendía nada de lo que se decía). Aquel vehículo, blindado, sin ventanas, resultaba poderoso, amenazador y magnífico a su paso. El vehículo que todo niño de mi edad le hubiera gustado conducir. En ese momento el carro se situó frente a un edificio de pisos (muy parecido al edificio en que yo vivía), y abrió fuego. La fachada se cubrió de humo y saltaron cristales mientras una de las terrazas se desplomaba. Poco después, unos hombres sacaban a algunas personas de entre los escombros. Todas eran grises, como si las hubieran rociado de polvo, y más grises aún por ser la televisión en blanco y negro. Recuerdo con nitidez que sacaron a un niño de mi edad. No estaba muerto porque lloraba y gritaba, gritaba como mi hermano cuando se rompió el brazo jugando al fútbol el año anterior. Me fijé en la esquina superior del televisor, esperando que apareciesen en algún momento los dos rombos. Pero no apareció nada.
Cogí mi carro de combate y me fui a mi habitación. Lo guardé en su caja y lo metí en lo más profundo del armario. El resto de la tarde permanecí silencioso. Durante semanas, por las noches, el niño cubierto de polvo gris gritaba y no me dejaba dormir.
Al cabo de unos días mi madre me preguntó si ya no jugaba con el carro de combate. Yo me encogí de hombros mirando al suelo (el gesto con el que todos los niños del mundo despachan más de la mitad de las preguntas que se les hacen). Ella no volvió a insistir.
El carro de combate desapareció del armario un buen día, siendo yo ya universitario. Mi madre me dijo que lo llevó a la parroquia para los niños que no tienen juguetes.
Mi hijo tiene una Playstation (creo que se dice así) con la que juega a diario. Un día me enseñó un juego de guerra en el que un marine musculoso va matando nazis por las calles. Me explicó que es posible configurar todo lo que uno quiera: el enemigo con su indumentaria, la ciudad, el armamento y el tipo de misión. Es posible, por ejemplo, ser un soldado húngaro de la Primera Guerra Mundial, matando guerrilleros vietnamitas por las calles del Berlín en ruinas de 1945, usando un tanque soviético de los años 80. Lo configuras como tú quieras, me dijo. ¿Y vienen todas las ciudades?, le pregunté. ¡No, hombre!, sólo en las que ha habido guerras y eso, me respondió. Busca Beirut. Desplegó el menú y allí estaba: Beirut. ¿Eso dónde está?, me preguntó. No tan lejos, le dije. Menú-Ciudades-Beirut-OK. ¿Y el enemigo, quién será?. No supe muy bien qué responder. ¿Ponemos nazis? No, no pongas nazis. Me mostró una larga lista de opciones. Dios mío, podíamos matar a quien quisiéramos. Ponemos si quieres terrorista standard, me sugirió al verme indeciso. Bueno. ¿Y el arma? Elige un carro de combate. ¿Americano, ruso, alemán, inglés, irakí....? No sé, hijo, elige uno, no entiendo de carros de combate. Vale, pongo uno israelí, que son los que más molan. ¿Y ahora qué? Pues nada, a disparar, te lo pongo en nivel fácil. ¿Hay un nivel fácil? Claro, hay diez niveles. ¿Y cómo hago? Pues nada, este botón para moverte, esto para apuntar, y este rojo para disparar, si lo mantienes apretado sale una ráfaga, pero tienes que controlar la munición que aparece aquí abajo, y la gasolina también, que va bajando. Cada terrorista son 100 puntos. Dale al Play para empezar. ¿Y si quiero parar? Entonces le das a Pause.
Le di al Play y disparé unos segundos. Gané 300 puntos (era el nivel fácil). Luego le di al botón de Pause. Le devolví la Playstation (creo que se dice así) a mi hijo. Juega un rato más y te pones a estudiar. ¿Puedo merendar antes? Sí, pero luego a estudiar.
Me senté en el salón frente al televisor apagado. Eran casi las ocho. El resto de la tarde permanecí silencioso.