Viendo las cosas como las vio mi padre, diría que el curso de los sueños nunca debe separarnos más de dos palmos del suelo firme que nos vio nacer. Que los llantos en medio del trayecto son, en su mayoría, fruto del deseo de corregir un rumbo con el que siempre se negocia mal. Que el mayor proyecto de un joven es ordenar prioridades, situando siempre las fantasías seductoras al final de la lista, y adquirir con ello el sagrado don de la responsabilidad.
Viendo las cosas como las vio mi abuela –que vivió mucho-, diría que el viento de los años antiguos se debilita a cada minuto, moviendo menos las lonas de nuestros molinos de sombras combadas. Que las canas y los surcos no regalan ninguna sabiduría especial, pero sí la cualidad de descubrir los objetos que más agitan nuestra existencia. Ninguno se puede tocar, y son tan pocos...
Viendo las cosas como las ven mis hijos, diría que el suelo –el que nos vio nacer- está precisamente para saltar, e impulsarse hacia las nubes y caminar por ellas, porque, digan lo que digan los mayores, están hechas realmente de algodón. Que el futuro lo es todo, sea corto o largo, y el presente es siempre la antesala de una sinfonía de posibilidades, nunca el tercer acto de una comedia de errores.
Viendo las cosas como las vería yo, si hubiera escuchado a mi padre, aprendido de mi abuela, y recibido de mis hijos el ingenuo relicario de los recuerdos inéditos, diría que la exigencia de los relojes de agujas no debe apagar la rebeldía, aunque el precipicio nos llame con otras voces que a los niños, con otra intensidad que a nuestros padres, y con menos brevedad que a nuestros abuelos.